¡Pasajero, detente! ¡Este que traigo de la mano no es zurcidor de rimas, ni repetidor de viejos maestros, –que lo son porque a nadie repitieron, –ni decidor de amores, como aquellos que trocaron en mágicas cítaras el seno tenebroso de las traidoras góndolas de Italia, ni gemidor de oficio, como tantos que fuerzan a los hombres honrados a esconder sus pesares como culpas, y sus sagrados lamentos como pueriles futilezas! Este que viene conmigo es grande, aunque no lo sea de España, y viene cubierto: es Juan Antonio Pérez Bonalde, que ha escrito el Poema del Niágara. Y si me preguntas más de él, curioso pasajero, te diré que se midió con un gigante y no salió herido, sino con la lira bien puesta sobre el hombro, –porque éste es de los lidiadores buenos, que lidian con la lira, –y con algo como aureola de triunfador sobre la frente. Y no preguntes más, que ya es prueba sobrada de grandeza atreverse a medirse con gigantes; pues el mérito no está en el éxito del acometimiento, aunque éste volvió bien de la lid, sino en el valor de acometer.